Es obvio que no nos da gusto ni festejamos la partida de una persona a la que amamos y que ya no está con nosotros ¿quién podría ser tan obtuso como para amasar semejante disparate?
Tampoco es que nos encante la idea de que
todos los que estamos, todos los que queremos a diario, amamos a diario y
extrañamos tras una noche de ausencia, de repente se hayan ido para siempre, y
esto es un reto directo a nuestros respectivos egos, nos guste o no.
Quienes celebramos la muerte —y quizá
deba hablar tan sólo desde mi coto personalísimo— lo hacemos porque la
entendemos como una parte fundamental de la vida misma "su mejor
invento", la llamaría el gran Steve Jobs, y concluiría: "La muerte es
la forma que tiene la vida para eliminar lo viejo y hacer espacio para lo
nuevo". Un gran invento que merece celebrarse.
Pero también porque la muerte y nuestra
conciencia de ella, es la fórmula que tiene la vida para recordarnos que no
somos ni eternos ni infalibles ni inmunes, tres grandes sueños con vocación de falacia, los cuales han pasado
por la cabeza de prácticamente todos los seres humanos. Esto, aunque no lo
parezca, es una bendición doble.
En primera, porque nos empuja a sacarle
el jugo a los días y a las horas. Saber que en dos minutos o quizá en 30 años
pero algún día y con absoluta certeza habremos de irnos de este planeta, es —o
debería ser— el aliciente necesario y suficiente para replantearnos a diario
nuestra existencia, para vivir más y odiar menos, para sonreír por la sencilla
causa de estar vivos, para pelear, para besar, para soñar, para construir los
caminos que nos lleven a esos sueños, porque, como ya se ha dicho, no somos
eternos.
En segunda, porque nos recuerda a
aquellos que estuvieron antes que nosotros; a nuestros padres, abuelos, amigos,
hermanos. A quienes forjaron nuestro pasado y de cuyas acciones, para bien y
para mal, somos el fruto con llamado a ser semilla.
Celebramos, pues, la muerte, porque con
la memoria va nuestra gratitud y nuestras industrias, nuestras esperanzas y
nuestros esfuerzos, nuestro reconocimiento para con aquellos que allanaron los
caminos, que nutrieron a esta bipolar especie humana y que un día, cumplida su
misión de maestros y de andariegos primigenios, volvieron al regazo de nuestra
Gran Madre, y con ello, hicieron espacio para los que venimos atrás. Algún día
nosotros seguiremos sus pasos, eso es inequívocamente cierto, y solamente
cuando hayamos tomado conciencia de su legado, habremos de mirarnos en los
páramos internos de la memoria y sentirnos obligados para con ellos, para con
nosotros mismos y para con los que vienen detrás. Con los unos para ser dignos
de llevar su sangre y su nombre, su memoria, sus enseñanzas. Con los otros para
mostrarles todo el camino desandado desde el principio de todos los principios y dejar en
sus manos la continuación ad infinitum de la
vida, de la especie, de la Tierra.
Al final, habremos cumplido con el deber
de aprender y de aportar, de honrar y de educar, de sentir, de rememorar, de
soñar, porque de eso se trata la vida, y como tal, no podemos dejar de
celebrarla toda, y esto, aún con los duelos y las incertidumbres, también
incluye a la muerte.