24 October 2007

El tiempo, el tiempo, el tiempo....

Tiempo ha que en mi vida había amigas.
Sólo amigas que eran a su vez 'Sólo amigas'.
Prácticamente todas mis relaciones amistosas eran con personas del género femenino, con dos excepciones que confirmaban y rompían todas las normas a la vez.

Sólo amigas.

Y sin embargo hoy he sacado el instinto primigenio y testosteronoso de paseo sin siquiera salir de mi oficina. Los amigos (todos machines) llegaron al cubil de Perla 10 al llamado de la chamba, y sin embargo se quedaron —visible y auténticamente gustosos— a departir al fragor de unas chelas y una dotación amplia, amena, rica y sustanciosa de buenas neuronas, al amparo de cuatro anecdotarios que desde la individualidad han confluido y abrebado del inagotable manantial de las referencias generacionales, de la familia, la nostalgia, el lenguaje, las mujeres y el tiempo.

El tiempo....

No este que por fin nos da un respiro en el trópico y nos regala con una noche que por mucho dejó atrás los infames treinta y tantos grados centígrados, sino aquél en el que nos movemos y somos. Esa dimensión que con las otras tres que nos enseñaron en la escuela conforma esta realidad que, Matrix o no Matrix, es la que vivimos y sentimos, la que nos enternece y angustia, la que nos emociona hasta el Stendhall o nos devora en las depresiones, la melancolía o la ausencia. Ese tiempo.

El que nos ha pasado por encima y nos dejó a la par un montón de canas y un amplio historial clínico; el que nos hizo ver que nuestros padres no nos odiaban cuando trataban de educarnos y también entender que de ambos lados del manazo hay una personalidad y un deseo, una aspiración, un sentimiento... y hasta una mentada de madre ¿por qué no?

El tiempo. El que nos pescó desprevenidos cuando esa compañera de la secundaria alargó su cuello —que se nos antojaba de cisne y porcelana cuando nuestra única referencia poética era Rubén Darío— y con un aire de dama decimonónica paró su párbula trompita para recibir de nuestra virilidad en ciernes el primer beso de amor verdadero y acabó llevándose tres por el precio de uno: Un golpazo diente-a-diente, una vergüenza inconfesable y la absoluta convicción de lo descomunalmente idiota e infantil que realmente era el tipo que tenía enfrente.

El tiempo. Ese truhán que de vez en vez se obstina en ir en contra de todos nuestros planes. El que nos hace encontrar el anuncio donde solicitan nuestro perfil laboral con un sueldo estratosférico en el periódico de hace tres meses, al desenvolver un aguacate que por fin se dignó madurar en las entrañas del horno.

El tiempo. Ese que algún día para cada uno de nosotros acabará por agotarse [o como dicen en Yucatán: por gastarse]. El que no podemos regresar. El que no tiene "undo", el que vive en nuestra memoria como una devota novicia y hasta que el Alzheimer nos separe. El que existe para todos y hay para todo: Para vivir y para morir, para llorar y para mojar los pantalones de la risa, para comer hasta hartarse y para fletarse en el 100% Natural, para amar como enajenado y para calzarse en las botas del misógino. Para perderse en las pupilas de la amada y para encontrarse en la soledad de una cama que no es más para dos.

Para todo hay tiempo, se dice. La sabiduría popular de la que hablaban los abuelos es cada vez más sabia y cada vez menos popular.

El tiempo.

El que en este momento que escribo será pasado en mi tintero y ¡magia de magias! en tus ojos se hará presente.

Ese tiempo, lo querramos o no, es impacible, inasible e imparable, y después de todo esto, la pregunta obligada es ¿qué vamos a hacer con él?

Se reciben respuestas, macetas y cascajo, como en Baldío.

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